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El Angel del Regreso
Blog de ismaelpepe

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19 de Agosto, 2010 · General

El ángel del regreso, novela: capitulo uno.


Fragmento perteneciente a la novela "El ángel del regreso" autor: Ismael Clavero, editorial Arkenia. Comprala en "Cordobavende.com.ar" o "MercadoLibre.com.ar"

Dedicada a ti: Madre Divina, Santísima María. Porque has creído en que este pecador pueda llegar a ser redimido.

 Agradecido eternamente a mi ángel custodio Chamuel, que me abrió las ventanas cuando estaba en penumbras y me permitió mirar de nuevo la luz.

 “Hay una antigua leyenda que les quiero contar; la del ángel del regreso. Hace muchísimos años, cuando la corona Española entabló la gran batalla en pos de eliminar o sojuzgar a los pueblos indígenas de Córdoba. Raskayu, príncipe heredero del  Gran Trono Comechingon, tuvo que salir a  guerrear, aun en contra de su voluntad, pues nunca había tomado un arma, ni siquiera para despanzar una liebre para su mismo sustento.

Su padre, el cacique Chankaní, postrado en la cama por una enfermedad invalidante, le dijo aquella tarde, cuando en las lanzas refulgentes se degollaba el sol:

- Si pudiera  hijo mío, yo tomaría tu lanza y arrojaría al invasor fuera de nuestra tierra. Pero que puede hacer un viejo tullido, más que pedirle al dios Sol que te proteja. Y que ciña en tu corona la gloria de nuestra victoria y la luz de tu regreso.

Luego vino su madre y con voz llorosa agregó:

- ¡No te demores bravo guerrero!  ¡Qué en tu lanza  la muerte quita o pone nuestro sol!- Y envolviéndose el rostro con los negros y largos cabellos se alejó, para no causarle penas al que partía.

Después llegó su esposa Yerubi y uniendo su rostro al de él, le dijo susurrante:

-Esposo mío, esta reliquia que os prendo en tu cuello, es una antigua joya que heredamos las princesas de nuestra tribu, de generación en generación. Se llama “Apamuni Munani”; tiene el sagrado don de la golondrina, que siempre retorna a su nido. Mi abuelo volvió gracias a él, mi padre, ciego y todo, también.

Más después Yerubi, entonó una celestial melodía de invocación, y besándolo por última vez, dijo:

- Este ángel no tiene ojos, pero ve con el corazón. No tiene oídos, pero hoye con su alma, y su voz es una golondrina que canta la canción del que regresa.”

  RAMIRO y JUAN, UN BOLETO DE IDA.

Juan y Ramiro se conocieron en la colimba, fue en el ochenta y uno; desde la primera charla que los conectó, se dieron cuenta que serian amigos para toda la vida. Tenían tantas cosas en común. Les gustaba con delirio el tema del grupo ERUPTION, “boleto de ida”. Adoraban bailar música disco con sus hermanos y amigos, en especial los incomparables temas de BONEY M y toda aquella música alocada de los ochenta cantada en inglés. (Las camisas de polyester y los pantalones Oxford, botamanga ancha, eran su delirio, aunque ya estuvieran pasados de moda. Desplazados por los vaqueros Wrangler, para los varones, y los jean Rapers, de calce ajustado para las chicas. Pero el grito de la moda fueron los pantalones mil rayas, que ganaron la pulseada y se impusieron, junto a las camperas infladas, los mocasines náuticos, los conjuntos deportivos Ogga y las zapatillas Atomik.) Era  de “onda” escuchar cualquier canción moderna, en el idioma que viniese, alemán, francés, inglés, siempre que no sea en español y aunque las letras no se pudieran entender.

El cuarteto había desaparecido de las radios, (música autóctona de nuestra provincia.) Además eran menospreciados y tildados de grasas, los que gustaban del ritmo chiqui- cha.  Aunque los dos amigos, cuando salían del cuartel con el escaso permiso de fin de semana; siempre se hacían una escapada al baile del club CALERA CENTRAL, para hacerse los desafiantes ante sus amigos los chetos, que discriminaban a los cuarteteros. Y también para impregnarse de algo que en aquellos tiempos solía tildarse de prohibido. Por supuesto que también se tiraban lances con las chicas cuarteteras, que sin vergüenzas de ningún tipo meneaban frenéticas sus anchas caderas. Recorriendo junto a la multitud de danzantes, grandes círculos alrededor de la inmensa pista de baile. Y si les sobraban unos  pesos, podrían intentar transar con las audaces busconas (aunque nunca tuvieran coraje para hacerlo) que se animaban a salir con los colimbas. So pena, de ser buchoneadas por algún policía y ser detenidas por burlar el código ocho cuarenta.

Pero su paraíso era, “Café Creme” un pequeño café bar que habría sus puertas a las seis de la mañana, esperando atraer algunos trasnochados a la salida del baile; donde el “cafecito al coñac” causaba sensación.

Eran muy felices con tan poco, el beber juntos un café o tomar algún licor, o simplemente compartir largas charlas acodados en las pequeñas mesas redondas con mantelitos de hule, donde desgranaban sus sueños y esperanzas. El sueño de Ramiro era poderse comprar un radio grabador y una guitarra; para aprender a tocar canciones y cantarlas con sus hermanos y grabarlas para tener  de recuerdo cuando fuera muy viejecito.

-Cuando seás viejo vas a estar muy sordo, y no te vas a escuchar ni la propia voz, ¡ja, ja, ja!- Se le burlaba con un índice metido en la oreja, simulando sordera, su mejor amigo Juan.

-Y vos cumpa, vas a ser un viejo chueco, que cuando zapatee malambos se caerá de culo al suelo, ¡júa, júa, júa!

Un invisible lazo unía a esos amigos más allá del vínculo que da la sangre o la parentela. Era un lazo tan sagrado e incomprensible para la mayoría del mundo, que a veces es  difícil describirlo con palabras. Un fuego interior que se alimentaba de charlas mutuas, de silenciosos momentos, de juegos de futbol y vóley. De mujeres admiradas, de estrellas de música disco, como Donna Summer o Madelen Kane.

Sólo el que ha tenido un amigo sabe del cultivo de esa semilla, que con el devenir de los años se convierte en un gigante árbol; al que hay que regar con lo cotidiano del afecto y la comprensión. Una semilla que se siembra en los primeros años de la juventud o la infancia y que florecerá y dará frutos por el resto de nuestras existencias.

Juan le apodó a su amigo “el tanito”, porque venía de un pequeño pueblito sureño de ciento cincuenta habitantes, un diminuto caserío del interior provincial. Donde su gente le peleaba a brazo partido a la agreste tierra en busca de sus doradas espigas, y todos los vecinos se conocían por sus nombres. Y en cada boda o en cada funeral, se reunía todo el pueblo, como una especie de gran familia.

Ramiro le contaba a su amigo, que no extrañaba las comodidades de su casa, pues pocas tenían, ni el hambre perpetuo, que todos los días comulga con el colimba. Porque en su mesa se sentaban diez hermanos y un solo pan casero, amasado por su sufrida madre. Lo que extrañaba de verdad era a sus vecinos, su gente. Que siempre tenían tiempo para compartir una breve charla, mate amigo mediante, o una cuita de amor o una discusión que tuvo con su padre. No le dolían las espaldas ni se le acalambraban las pantorrillas como a sus camaradas reclutas. Porque su cuerpo sabía del ascetismo y el rigor del campo; como un fibroso espinillo criado en la seques de la siesta, su cuerpo no languidecía de sed ni su estomago zapateaba por  hambre. Él vivía de otras cosas más desapercibidas pero igualmente necesarias y preciosas:

 Las estrellas que besaban sus ojos en las noches claras. Los grillos que le acunaban con sus preciosos ruiditos. Las flores del alba pobladas de diamantinos rocíos. El aliento a pasto fresco que resollaba su caballo lunarejo. La parva de alfalfa seca, donde en otoño traveseaba con sus hermanitos menores. El agua dulce y prístina que un viejo molino de viento arrebataba a las entrañas de la madre tierra. Los horcones de madera resinosa, perfumada y corroída, que a duras penas  sostenían su rancho. El poste de luz altísimo, donde aferraba su casa el hacendoso hornero. El viento sur que le besaba su rostro en invierno. La primavera que le cegaba sus ojos con millones de pétalos robados a cuantas flores de la interminable llanura. El verano que le acariciaba su cuerpo desnudo con el agua, mientras se bañaba solitario en el arroyo por las noches tórridas de calor. El otoño que borraba con sus hojas secas los senderos que sus pies formaban de tanto trajinar hombreando bolsas de maíz.

No, no extrañaría nada de aquellas cosas tan cotidianas de su vida, pero tan necesarias como el aire mismo. Les había jurado a sus padres, mientras sostenía una bolsa de tela de avión de color verde musgo con sus pertenencias; apretándola contra su tórax hasta hacerle doler. Que si Dios quería, para la próxima cosecha de maíz ya le habrían dado la baja de la conscripción obligatoria. Y que sus fuertes brazos cargarían con el ansía de un potrillo, no uno, si no miles de sacos de semillas que la tierra generosa de seguro les obsequiaría. Que cuando volviera pintaría la casa de celeste y blanco, porque era el color de su bandera amada. Que él lo daría todo, se sacrificaría para que sus hermanos menores pudieran estudiar y no trabajar tanto como él. Que en la colimba se había hecho de un gran amigo llamado Juan, que lo trataba igual que  un hermano. Que lo había llevado a pasear a su ciudad llamada la Calera, situada a sólo veinte cuadras del cuartel. Y presentado a sus amables padres, que fueron muy hospitalarios con él. Que compartió su cuarto y su corazón apenas conociéndolo. Que fueron a bailar junto a la barra de primos y amigos del lugar, a un boliche donde una bola espejada les cegaba los ojos y una fabulosa música disco les atronaba los oídos.

Que no sufrieran, que no le extrañaran, pronto volvería. Pues su boleto de ida a las Malvinas, también decía boleto de regreso. Que la colimba no era una tragedia como la pintaron sus vecinos que le antecedieron. Que en ése cuartel los niños se convertían en hombres. Se volvían fuertes, aunque él no lo necesitara. Porque tanto dureza del sargento golpeando en lo ya duro, no le mellaba; apenas le hacía cosquillas como su viento. Que no vieran sus lágrimas que oculto tras su bolso verde, tras el vidrio polarizado del inmenso colectivo, cuando dejó su pueblito de ciento cincuenta almas; aquella última vez. Pues era un soldado de la Patria, un San Martin de bronce puro, al que empezó a querer desde niño, cuando la señorita de tercer grado les narró de la heroica gesta para liberar a su gente. Que ya no era un niño desvalido. ¡Tenía el sello de los guerreros de su estirpe!

¡Y los guerreros, jamás lloran!

publicado por ismaelpepe a las 11:05 · Sin comentarios  ·  Recomendar
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Duilio Ismael Clavero

Ismael nacio en la ciudad de Villa Dolores, provincia de Cordoba. En su adolescencia emigro junto con sus padres a la Capital Cordobesa, buscando edificar un porvenir. Escribe desde niño.Su ultimo libro es una novela que narra una historia de amor,entrelazada con aquella antigua leyenda del cacique Comechingon,y el Arcangel Uriel, que le supo contar su abuela paterna...

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