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El Angel del Regreso
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10 de Marzo, 2010 · General

El Gabán verde


“El Gabán verde”

Hay fuerzas poderosas, acechantes. Hay fuerzas escondidas en la profundidad de lo oscuro. Fuerzas que se te aproximan, te tocan sutilmente, te respiran en los oídos…

Había fuerzas impertérritas, desterradas de la luz; que vagaban aquella noche por el frondoso bosque de eucaliptus.

-¡Hay San Juan, hay San Juan!- Cantaba el niño con voz temblorosa para sobreponerse a su cotidiano miedo. Llevaba la bolsa de compras apretada fuertemente contra su pecho, como si esta fuera una especie de escudo que podría protegerlo de esa vasta oscuridad. Mientras el viento aullaba tenebroso entre las altas copas arbóreas, Pepino apresuraba largas zancadas en su afán de sortear velozmente aquellas tinieblas lacerantes. Y mientras más aullaba el viento en su derredor, él más intensificaba su canto. La pequeña vocecita era apenas audible en medio de esa sinfonía macabra.

Todas sus noches eran iguales, su padre, un perdido ebrio; agotaba con su insaciable sed las raciones de vino de la casa. No quedándole más remedio al pobre niño (para evitar una reprimenda) que tomar su bolsa y marchar hacia el almacén que quedaba allá…lejos; pasando el oscuro bosque.

Mientras iba, se decía Pepino para sus adentros- Como quisiera tener la capa de Superman para volar alto y llegar rápido- Luego canturreaba-¡Hay San Juan querido!… ¿Cómo seguía? ¡Hay si volviera a tus calles! Hay niñito Jesús, hace que no se me aparezca el lobizón.

Y así, el niño, con sus dientes castañeteándole y el corazoncillo a punto de salirse por la boca. Divisaba la tenue luz del pequeño almacén, situado en medio de la soledad inmensa del campo.

-Buenas noches don Zoilo, dice mi papá que le mande una cajita de vino al fiado. Que mañana cuando cobre la changa en don Reinoso, le paga la cuenta.

El viejo de rostro seco y apergaminado lanzo un escupitajo al suelo, gruño sarcásticamente y le espeto-¡Decile al lomo virgen de tu Padre! que ésta es la última caja de vino que le fio. ¡Y si mañana mismo no me paga, le voy a dejar la jeta con gusto a fosforo! ¡Está claro!- Gritó desencajado, ante los ojos del avergonzado niño. Que tomando la caja de vino y guardándola en su harapienta bolsa, marchó resignado hacia su negro sendero.

Rezaba y canturreaba, cantaba y rezaba a voz en cuello; como si de este modo pudiera alejar ese miedo que lo atenazaba. Sus raídos botines pisaban las hojarascas que al resquebrajarse bajo sus plantas, le parecían sonidos espeluznantes. Entonces, dando una fuerte inspiración, arremetía con su aguda melodía; dando los últimos pasos que lo arrojaban en su tibia casa.

-¡Papá!, dice don Zoilo que esta es la última caja de vino que te fía. Y que mañana sin falta le pagués el fiado…Si no te va a poner un fosforo en la boca, dice.

El Padre, tomando con urgencia el vino, le arrancó de un mordisco un trago interminable. Luego de saciado, eructo con fuerza y respondió-¡Viejo cagón y amarrete! con la chala que tiene se va a andar fijando en una cajita de vino. Déjelo Mijo, déjelo a ese viejo pastar pá que engorde… ¡Fijarse en una cajita, pó!

Entretanto, Pepino atizaba las ramas ardientes del fogón y soñaba que era un ser de fuego, toda llama, toda luz. Alguien con poderes increíbles, un ser que no le temía a la oscuridad.

-¿Papá, es cierto lo que dicen los chicos de la escuela? ¿Qué en el bosque se aparece el lobizón?...

-¡Que va ser cierto, mijo, esas son macanas!- Le respondió el hombre en tono fastidioso- Tanto ver novelas, que inventan pavadas pó.

-¡¿Pero Papá?!¿No lo vistes al perro de doña Robustiana? ¿Cómo lo hallaron con un tajazo impresionante? Dicen que el lobizón se lo hizo…

-¡Mentiras Mijito, puros embustes! Esa vieja chancha lo que quiere es hallarse un lobizón para uso propio ¡Ja, ja, ja!- Una risa irónica vomitó esa boca rancia, tanto beber vinos baratos. Luego le estrujó a la cajita el último sorbo y se quedó como pensativo, observando el fuego.

-¿Papá, yo era muy chico cuando murió la Mami?

-Sí Mijo, no tenía usted ni dos añitos cumplidos…

-¿Cómo era la Mami, Papá?

-Su madre era la cristiana más buena que hubieron pisáu estas soledades. Pero Tatita Dios quiso llevársela a ella primero…Desde que su madre nos dejó, el corazón de su padre se hizo charqui de tanto llorar, vio- Y con el dorso de su encallecida mano de hachero, se quitó un par de gruesos lagrimones que ofendían su hombría y su curtido rostro. Pepino también derramó unas lagrimillas, mientras su padre lo aferraba cariñosamente a su pecho, besándole la clara frente, media cubierta por un rebelde mechón rubio.

El sábado por la noche, el padre, sediento de juergas y alcoholes. Se marchó hacia el pueblo, dejando solo al pequeño. Este, temeroso y algo engripado se fue a la cama prontamente. Mientras una fiebre galopante le inundó el cuerpecito. Las punzadas de dolor le hincaban cual agujas y la tos persistente casi le impedía respirar. Entre jadeo y jadeo, pasaba de la lucidez a la inconsciencia absoluta.

 

Como a un kilómetro de allí, trasponiendo el frondoso y oscuro bosque; en la lujosa casaquinta del doctor Adrian Wilkens. En medio de esa noche de truenos, lluviosa y helada. Alguien llamó a las puertas de forma urgente y desesperada.

-¡Ya va¡- Contestó enfadado el médico; mientras se colocaba de manera apresurada los pantalones, diciéndole a su esposa que dormía plácidamente- Debe ser algo muy grave, para que vengan a joder a estas horas de la madrugada- Mirando el reloj que marcaba la hora. Tres de la noche. Luego dirigió un vistazo al tibio lecho que abandonaba, y meciéndola de un hombro, la despertó, diciéndole- Querida, ya regreso. Voy a ver a un paciente que está rompiéndome los kinotos, allá abajo. –Ella, amodorrada, apenas le contestó con un débil mohín. Él tomó su maletín y bajó velozmente las escaleras.

Cuando abrió la pesada puerta de roble y vitreaux, una pobre y enjuta mujer cubierta con un empapado gabán verde, con voz temblorosa le suplicó-¡Por favor doctor! Hay un paciente muy grave, debe seguirme…

El médico, azorado y conmovido por la angustia que delataban esos ojos encendidos por la desesperación, alcanzó a manotear su impermeable del perchero y salió tras los pasos de aquella desconocida. Casi corría por tratar de alcanzarla. La mujercilla avanzaba  con un frenesí casi inhumano. Cruzaron el largo camino que bordeaba el alfalfar y luego traspusieron el tétrico bosque, envueltos en una fría lluvia; iluminados a cada instante por iracundos relámpagos. El doctor todavía llevaba la tibieza de su cama y el perfume  de su esposa pegados en la piel. Pensó por un leve y fugaz momento, en las advertencias de su madre, cuando le confesó de sus anhelos de ser médico-“Usted no sabe hijo, de los sacrificios que hace un medico. Muchas veces la cena se enfriará por esperarlo y la cama se helará por aguardarlo”-

Incontables fueron las veces que dejó un plato a medio comer. O de aquella vez que se olvidó de ponerse los zapatos, por ir a socorrer a una paciente que la había atacado el “lión”. Pero noche más espantosa que esta, ninguna- Se dijo, mientras divisaba en la bruma, la cercana y mortecina luz de una casa destartalada.

Luego se olvidó de su extraña guía, por sólo pensar en cómo se encontraría el paciente.

Abrió con urgencia la puerta, entrando velozmente a la única habitación que oficiaba de dormitorio, comedor y cocina. A su derecha, en un raído catre, el pobre niño se debatía entre la vida y la muerte; preso de fiebres intermitentes y convulsiones. Wilkens lo asistió con sus medicinas y mantuvo la vigilia toda esa fría noche. Hasta poder domar a la fiebre atroz.

Al amanecer, la lluvia como había venido se marchó. El sol se desperezaba tímidamente en el naciente, cubriendo con su luz a las tinieblas del frondoso bosque.

El médico ahora respiraba aliviado. El niño daba señales de ponerse bien. Pasado ese trance, sus ojos buscaron por la pieza la silueta de la extraña que lo había acompañado. Pero ésta ya no estaba.

El pequeño, ahora despertado de su letargo, se alegró grandemente de que el doctor estuviese a su lado cuidándolo. Eran muy amigos, ya que el niño siempre le iba a vender huevos frescos a su lujosa residencia.

-¡Gracias a Dios que estás mejor, Pepino!- Exclamó el médico, dando muestras de alegría, y secándose la frente cansada con un pañuelo de seda blanco.

- Si no hubiera sido por esa mujer que me avisó de tu fiebre, vos no contabas el cuento muchachito.

-¿Qué mujer?...- Preguntó, al tiempo que se sentaba en el lecho.

-Era una desconocida. Si mal no me acuerdo, llevaba puesto un gabán verde…Era parecida (…) -Mientras sus ojos escudriñaban el recinto en busca de ella. Para luego aseverar, al descubrirla en una foto pegada a la pared hollinada,  puesta en la cabecera del camastro cual ángel de la guarda- ¡A esa mujer que está en aquella foto con un bebe en sus brazos! Igual que ésa- Dijo el doctor, señalándola con su mano.

-Esa es mi mamita- Dijo Pepino- y el bebe soy yo- Suspirando con tristeza- Desde que se fue al cielo, la extraño tanto.

Y en un rincón penumbroso, donde la luz del día no le había encontrado aún; el gabán verde los contempló a los dos y rió. Rió de alegría.

(Cuento perteneciente al libro “La casa del bien perdido” autor Ismael Clavero.)

“Este relato nos habló de un amor de madre, que vence las barreras de la misma muerte para auxiliar a su hijito. Pues los seres que ya no viven con nosotros, de manera invisible siguen estando a nuestro lado, y desde “El otro lado” pueden vernos y acompañarnos. Ya que nuestra familia espiritual es eterna, y por las centurias de nuestras reencarnaciones, los seguiremos teniendo junto a nosotros.

publicado por ismaelpepe a las 11:41 · Sin comentarios  ·  Recomendar
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Duilio Ismael Clavero

Ismael nacio en la ciudad de Villa Dolores, provincia de Cordoba. En su adolescencia emigro junto con sus padres a la Capital Cordobesa, buscando edificar un porvenir. Escribe desde niño.Su ultimo libro es una novela que narra una historia de amor,entrelazada con aquella antigua leyenda del cacique Comechingon,y el Arcangel Uriel, que le supo contar su abuela paterna...

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