
RAMIRO y JUAN, UN BOLETO DE IDA.
Juan y Ramiro se conocieron en la colimba, fue en el ochenta y uno; desde
la primera charla que los conectó, se dieron cuenta que serian amigos para toda
la vida. Tenían tantas cosas en común. Les gustaba con delirio el tema del
grupo ERUPTION, “boleto de ida”. Adoraban bailar música disco con sus hermanos
y amigos, en especial los incomparables temas de BONEY M y toda aquella música
alocada de los ochenta cantada en inglés. (Las camisas de polyester y los
pantalones Oxford, botamanga ancha, eran su delirio, aunque ya estuvieran
pasados de moda. Desplazados por los vaqueros Wrangler, para los varones, y los
jean Rapers, de calce ajustado para las chicas. Pero el grito de la moda fueron
los pantalones mil rayas, que ganaron la pulseada y se impusieron, junto a las
camperas infladas, los mocasines náuticos, los conjuntos deportivos Ogga y las
zapatillas Atomik.) Era de “onda”
escuchar cualquier canción moderna, en el idioma que viniese, alemán, francés,
inglés, siempre que no sea en español y aunque las letras no se pudieran
entender.
El cuarteto había desaparecido de las radios, (música autóctona de
nuestra provincia.) Además eran menospreciados y tildados de grasas, los que
gustaban del ritmo chiqui- cha. Aunque
los dos amigos, cuando salían del cuartel con el escaso permiso de fin de
semana; siempre se hacían una escapada al baile del club CALERA CENTRAL, para
hacerse los desafiantes ante sus amigos los chetos, que discriminaban a los
cuarteteros. Y también para impregnarse de algo que en aquellos tiempos solía
tildarse de prohibido. Por supuesto que también se tiraban lances con las
chicas cuarteteras, que sin vergüenzas de ningún tipo meneaban frenéticas sus
anchas caderas. Recorriendo junto a la multitud de danzantes, grandes círculos
alrededor de la inmensa pista de baile. Y si les sobraban unos pesos, podrían intentar transar con las
audaces busconas (aunque nunca tuvieran coraje para hacerlo) que se animaban a
salir con los colimbas. So pena, de ser buchoneadas por algún policía y ser
detenidas por burlar el código ocho cuarenta.
Pero su paraíso era, “Café Creme” un pequeño café bar que habría sus
puertas a las seis de la mañana, esperando atraer algunos trasnochados a la
salida del baile; donde el “cafecito al coñac” causaba sensación.
Eran muy felices con tan poco, el beber juntos un café o tomar algún
licor, o simplemente compartir largas charlas acodados en las pequeñas mesas
redondas con mantelitos de hule, donde desgranaban sus sueños y esperanzas. El
sueño de Ramiro era poderse comprar un radio grabador y una guitarra; para
aprender a tocar canciones y cantarlas con sus hermanos y grabarlas para
tener de recuerdo cuando fuera muy
viejecito.
-Cuando seás viejo vas a estar muy sordo, y no te vas a escuchar ni la
propia voz, ¡ja, ja, ja!- Se le burlaba con un índice metido en la oreja,
simulando sordera, su mejor amigo Juan.
-Y vos cumpa, vas a ser un viejo chueco, que cuando zapatee malambos se
caerá de culo al suelo, ¡júa, júa, júa!
Un invisible lazo unía a esos amigos más allá del vínculo que da la
sangre o la parentela. Era un lazo tan sagrado e incomprensible para la mayoría
del mundo, que a veces es difícil
describirlo con palabras. Un fuego interior que se alimentaba de charlas
mutuas, de silenciosos momentos, de juegos de futbol y vóley. De mujeres
admiradas, de estrellas de música disco, como Donna Summer o Madelen Kane.
Sólo el que ha tenido un amigo sabe del cultivo de esa semilla, que con
el devenir de los años se convierte en un gigante árbol; al que hay que regar
con lo cotidiano del afecto y la comprensión. Una semilla que se siembra en los
primeros años de la juventud o la infancia y que florecerá y dará frutos por el
resto de nuestras existencias.
Juan le apodó a su amigo “el tanito”, porque venía de un pequeño pueblito
sureño de ciento cincuenta habitantes, un diminuto caserío del interior
provincial. Donde su gente le peleaba a brazo partido a la agreste tierra en
busca de sus doradas espigas, y todos los vecinos se conocían por sus nombres.
Y en cada boda o en cada funeral, se reunía todo el pueblo, como una especie de
gran familia.
Ramiro le contaba a su amigo, que no extrañaba las comodidades de su
casa, pues pocas tenían, ni el hambre perpetuo, que todos los días comulga con
el colimba. Porque en su mesa se sentaban diez hermanos y un solo pan casero,
amasado por su sufrida madre. Lo que extrañaba de verdad era a sus vecinos, su
gente. Que siempre tenían tiempo para compartir una breve charla, mate amigo
mediante, o una cuita de amor o una discusión que tuvo con su padre. No le
dolían las espaldas ni se le acalambraban las pantorrillas como a sus camaradas
reclutas. Porque su cuerpo sabía del ascetismo y el rigor del campo; como un
fibroso espinillo criado en la seques de la siesta, su cuerpo no languidecía de
sed ni su estomago zapateaba por hambre.
Él vivía de otras cosas más desapercibidas pero igualmente necesarias y
preciosas:
Las estrellas que
besaban sus ojos en las noches claras. Los grillos que le acunaban con sus
preciosos ruiditos. Las flores del alba pobladas de diamantinos rocíos. El
aliento a pasto fresco que resollaba su caballo lunarejo. La parva de alfalfa
seca, donde en otoño traveseaba con sus hermanitos menores. El agua dulce y
prístina que un viejo molino de viento arrebataba a las entrañas de la madre
tierra. Los horcones de madera resinosa, perfumada y corroída, que a duras
penas sostenían su rancho. El poste de
luz altísimo, donde aferraba su casa el hacendoso hornero. El viento sur que le
besaba su rostro en invierno. La primavera que le cegaba sus ojos con millones
de pétalos robados a cuantas flores de la interminable llanura. El verano que
le acariciaba su cuerpo desnudo con el agua, mientras se bañaba solitario en el
arroyo por las noches tórridas de calor. El otoño que borraba con sus hojas
secas los senderos que sus pies formaban de tanto trajinar hombreando bolsas de
maíz.
No, no extrañaría nada de aquellas cosas tan cotidianas de su
vida, pero tan necesarias como el aire mismo. Les había jurado a sus padres,
mientras sostenía una bolsa de tela de avión de color verde musgo con sus
pertenencias; apretándola contra su tórax hasta hacerle doler. Que si Dios
quería, para la próxima cosecha de maíz ya le habrían dado la baja de la
conscripción obligatoria. Y que sus fuertes brazos cargarían con el ansía de un
potrillo, no uno, si no miles de sacos de semillas que la tierra generosa de
seguro les obsequiaría. Que cuando volviera pintaría la casa de celeste y
blanco, porque era el color de su bandera amada. Que él lo daría todo, se
sacrificaría para que sus hermanos menores pudieran estudiar y no trabajar
tanto como él. Que en la colimba se había hecho de un gran amigo llamado Juan,
que lo trataba igual que un hermano. Que
lo había llevado a pasear a su ciudad llamada la Calera, situada a sólo
veinte cuadras del cuartel. Y presentado a sus amables padres, que fueron muy
hospitalarios con él. Que compartió su cuarto y su corazón apenas conociéndolo.
Que fueron a bailar junto a la barra de primos y amigos del lugar, a un boliche
donde una bola espejada les cegaba los ojos y una fabulosa música disco les
atronaba los oídos.
Que no sufrieran, que no le extrañaran, pronto volvería. Pues
su boleto de ida a las Malvinas, también decía boleto de regreso. Que la
colimba no era una tragedia como la pintaron sus vecinos que le antecedieron.
Que en ése cuartel los niños se convertían en hombres. Se volvían fuertes, aunque
él no lo necesitara. Porque tanto dureza del sargento golpeando en lo ya duro,
no le mellaba; apenas le hacía cosquillas como su viento. Que no vieran sus
lágrimas que oculto tras su bolso verde, tras el vidrio polarizado del inmenso colectivo,
cuando dejó su pueblito de ciento cincuenta almas; aquella última vez. Pues era
un soldado de la Patria,
un San Martin de bronce puro, al que empezó a querer desde niño, cuando la
señorita de tercer grado les narró de la heroica gesta para liberar a su gente.
Que ya no era un niño desvalido. ¡Tenía el sello de los guerreros de su
estirpe!
¡Y los guerreros, jamás lloran! (Este fragmento pertenece a la novela "El angel del regreso" autor: Ismael Clavero