“La estrella del amor”
Recuerdo aquella
madrugada, ahora que soy todo un adulto aún la recuerdo. El frio me había despertado
súbitamente, se me trepó por mi cuerpecito semidesnudo y tembloroso, apenas
cubierto por una diminuta camiseta. En esa época no me avergonzaba por andar
“con el culito a la playa” ni sentía pudor ante nadie. Cuando se es un niño,
uno no diferencia el porqué del ocultamiento del cuerpo de sus mayores. Con la
vergüenza no se nace, el mundo te la impone poco a poco.
Habré tenido
cinco años, y como era mi habitual rutina; me regocijaba escapármeles de
nuestra casa a mis padres. Hacia la morada de mis abuelos paternos, que se
hallaba a escasas dos cuadras.
Una banqueta
apoyada al lado de la ventanuela era cómplice de mi fuga. Fue un seis de enero,
de aquello no me olvidare jamás, por los juguetes y obsequios depositados en
los zapatitos, en espera de ser descubiertos por sus afortunados dueños. En mi
pueblo no sucedía como en las grandes ciudades, llenas estas de recelo y temor
por sus vecinos. La gente de aquí acostumbraba dormir en verano con las puertas
y ventanas que daban a la calle, completamente abiertas. Unas que otras poseían
delgadas cortinas de gasa. Doña Fidelicia, decía entonces, que los tules
servirían de advertencia a los demonios de la noche y a la vieja de la guadaña,
pues se engañarían creyendo que los tules mecidos por el viento; serian las
finas alas de los ángeles guardianes que velaban por el sueño de sus
protegidos.
Mientras corría,
mis pies se hundían con felicidad en la arena fría. Algún gallo madrugador
cantó por allí, oculto tras la barda de rosedales, asustándome un poco, aminoré
los pasos. Luego corrí con decisión. Me apasionaba correr desnudo en las
penumbras frías, pues sabía que a pocos metros me aguardaba la cama tibia de
mis abuelos. Uno debe pasar por lo frio para llegar a valorar lo tibio, pienso
ahora.
Al doblar la
esquina, antes de divisar el portón de rejas tan anhelado, ese guardián del
umbral que separaba lo frio de lo tibio. Mire hacia lo alto, descubriendo ese
cielo inalcanzable y nítido cual un cristal a punto de caer entre mis manos… Y
me conmovió ver esa indescriptible belleza de aquella estrella tan grande y
cercana, que me imaginé el poder tocarla con la punta de mis dedos. Había
escuchado por labios de mi madre, infinitas historias del lucero del alba. Y
allí lo tenía, frente a mí, con toda la potencia de su luz besándome todo el
cuerpecito. Juro que no sentí temor, boquiabierto me embelesé contemplándolo en
el retraído silencio de esas horas. No sé cuánto tiempo habré permanecido en el
extasiado goce de la contemplación, pero quise que ese instante fuese eterno.
Luego llegó mi
padre, que alertado por mi repentina huida sin su permiso; sin mediar palabras
me atenazó de una oreja y me llevó con él. También podría jurar que aquella vez
no lloré ni patalee con escándalo. Desde el portón de ocres rejas, pude
escuchar a lo lejos las recriminaciones de mi abuelo, diciéndole a mi abuela-
“Por culpa tuya dormilona, el nene no llegó a tiempo”…
Todavía hay
tiempo abuelo. Ahora que no están, que no los tengo a los dos aguardándome en
la tibieza de vuestro nido. Cuando por la vida cruzo por el callejón donde se
me extinguen los sueños, y el frio vuelve a desnudarme la piel hasta el alma
misma. Y siento los pies que se me hunden en las arenas de la desilusión; en
las zozobras de este viaje largo que no termina. En este cuarto que me
aprisiona y la gran ciudad que me asfixia.
Termina, sí,
cual el consuelo de un sueño que se me repite. Yo corriendo por las heladas
arenas de la vida, en busca de aquella lejana y tibia estrella del amor. (A la memoria de mis abuelos Antonia y Lincho Clavero)